Op!

Luces de pandemia

2021, 30 de junio

Cuando Paco San Agustín me habló e invitó a participar en el proyecto que había lanzado junto a Carmen Valencia con el libro Un kilómetro yo estaba como “todo el mundo” -literal o casi-: seguía viviendo en el globo de un asombro largo, inacabado y todavía parece que inacabable.

El caso es que el confinamiento para mí apenas había supuesto cambio alguno en mi día a día. Ya llevaba un tiempo auto-confinado en mi estudio-ático trabajando en RUIDO, un proyecto que de alguna forma me hacía viajar virtualmente más que nunca y mucho más lejos, pero lo hacía rodeado de aire, sol y luz por todas partes y sin moverme de mi sitio. Pero para mí había algo inquietante fuera de ese “aerostato” que no terminaba de perfilar la estructura dramática de la pandemia, tan guionizada y tan lineal, con sus declaraciones y sus tempos, con sus hitos espectaculares. Había una zona transversal que vegetaba y latía igual que hacía la misma casa en la que yo vivía ese confinamiento casi feliz.

El mismo edificio en el que vivo y trabajo parecía un arquetipo de la idea penitenciaria del confinamiento. Es un edificio con una parte exterior -en la que vivo- y otra interior parecida a una corrala en la que viven y conviven muchos más hogares, desde arriba y hacia abajo o al revés, desde fuera y hacia dentro o al revés. Y ese ánimo contemplativo descendía al ritmo de un ascensor casi astral, rozando las crujías del interior de un edificio que parecía un petrolero abandonado. Y del blanco de luz me iba sumergiendo entre los claroscuros de los pasillos aéreos que articulaban los pisos hasta posarme en el low-key de los bajos y los sótanos, con una luz y un aire que quedaban muy muy lejos. Había niños, muy pocos, que salían a corretear por los pasillos durante una hora, y había sobre todo mucho silencio. Así, de repente, el mundo -las ciudades- había terminado en un corredor de la muerte.

A la vez esos mundos encerrados de los bajos y los sótanos me parece que se fueron convirtiendo en paraísos artificiales, por lo menos así los imaginaba yo, y en algunos casos los espacios cerrados se reconvirtieron en plataformas de imaginación que lanzaban morteros de eseoeses que terminaban siendo pirotecnia y color, aunque todo eso dependerá del recuerdo.

En 1KM quise reflejar algo o mucho de eso y lo hago desde una óptica que se concierta con el libro en su cercanía y su distancia, desde la templanza y lo furtivo del fotógrafo, la perspectiva contemplativa del poema breve hasta el baile de esos amables monstruos interiores que puede reflejar el espejo de una habitación en penumbra, y de la que solo que puede salir durante una hora y a un kilómetro de distancia máxima. Así es: no es la ventana, es el espejo.